sábado, 20 de junio de 2009

La literatura en soportes digitales, o cómo llorar sobre un disco duro

Lo digital como asunto cotidiano



Hay una serie de términos que, a fuerza de usarlos o escucharlos a diario, se nos han vuelto cotidianos, cercanos, casi inofensivos. Pero si prestamos atención, esos términos no han perdido en lo absoluto su críptico misterio, su amenazante incertidumbre: virtual, digital, electrónico... son algunos de los adjetivos que conforman esa jerga que acompaña un número importante de gestiones e intercambios de diversa índole que realizamos en nuestro diario trajinar. Depositar dinero en nuestra cuenta bancaria, hacer una transferencia a otra cuenta, pagar los servicios y hasta hacer trámites gubernamentales, son sólo algunos de ellos. De hecho, lo "virtual" tiene unas cuantas décadas entre nosotros, sólo que es ahora que ha invadido nuestra cotidianidad con la avasallante fuerza de un ejército de ocupación.

Si nos detenemos a pensar, nuestro dinero en el banco, por ejemplo, no es nuestro dinero en el banco. Es decir, no es un conjunto físico de billetes que almacenamos en la caja fuerte de una impoluta y confiable institución. Es, más precisamente, una cifra asignada a un número de cuenta, almacenada a través de series encriptadas compuestas unicamente de ceros y unos, que las instituciones bancarias utilizan para realizar complejas operaciones financieras y bursátiles, y que seguirá allí mientras los sofisticados sistemas electrónicos de nuestro banco se sigan comportando como los expertos esperan que lo hagan. Si nos permitiésemos fantasear por un instante en un inexplicable misterio (como aquel temido apocalipsis llamado Y2K) que sin razón aparente evapore o altere esas cifras que viajan en códigos binarios y se almacenan en gigantescos servidores, nos daríamos una idea del significado del término "virtual".

Lo que quiero significar, es que esos términos que, bien visto, entrañan retorcidas e intimidantes abstracciones, han estado conviviendo con nosotros desde hace mucho tiempo. Claro, que hará cosa de una década que el universo digital se ha convertido en parte integral de nuestras vidas, cambiando nuestra percepción de la realidad circundante, y modelando nuevos hábitos en nuestra vida cotidiana. Han sido tan súbitos y tan radicales esos cambios, que sólo un notable poder de adaptación ha hecho posible que una persona que haya vivido gran parte del siglo que dejamos atrás, se haya tenido que acostumbrar al funcionamiento del telegrama, para tener que asimilarse luego a ese prodigio inconcebible en su momento que fue el fax, y de ahí al asombroso correo electrónico y, más instantáneo aún, al mensaje de texto (conocido también por sus siglas SMS). Ya se ha dicho hasta el cansancio: la capacidad de adaptación marcará la diferencia entre lo que sobrevive y lo que perece. Ese axioma, aplicado al mundo de las comunicaciones, no podría ser más gráfico.

Daniel Pradilla, editor de la revista electrónica Panfletonegro.com y consultor en el área de automatización industrial, comentó en una ocasión que cuando alguien envía por primera vez un mensaje de texto, no sabe que con ese acto, en aparencia intrascendente, genera un cambio radical en su vida y, más específico aún, en su forma de comunicarse con el mundo. Un telegrama de 120 caracteres que llega directo al receptor, y que este pueda responder instantáneamente, sin intermediarios y a un costo insignificante. Cien años de evolución comunicacional, condensados en ese trivial acto. Un hecho de enorme significado, oculto entre la avalancha de acciones cotidianas.

Ya se ha dicho y no parece exagerado: la imprenta de Gutenberg, el telégrafo de Morse y la web inventada por el británico Tim Berners Lee, son los tres hitos fundamentales de la historia de la comunicación. Los dos primeros pertenecen a la historia. Con respecto al tercero, estamos asistiendo a su proceso de evolución, y todavía se desconoce a dónde nos conducirá.

Hace 10 o 12 años nadie conocía internet. De hecho, hace 10 o 12 años mucha gente no tenía acceso a una computadora casera para realizar sus labores cotidianas. Más aún, hace 10 o 12 años mucha gente no justificaba la existencia de una computadora en su casa. Y es que con internet vendrían cambios importantes en nuestra cotidianidad. Todo ese valioso material informativo y privado que atesoramos en nuestras cuentas de correo, en sitios públicos como spaces, blogs, páginas webs y servidores de fotos, audios y videos (es decir, gran parte de nuestra identidad y universo privado), así como nuestras listas de contactos de comunidades virtuales, todo reposa en algún lugar desconocido por nosotros, en un remoto confín de la geografía terrestre. Para acceder a todo esa información que celosa y cuidadosamente atesoramos, apenas poseemos una dirección virtual y una clave de acceso. Nada más. Fuera de eso, un oscuro limbo nos separa de ella. Como con el ejemplo del banco, sólo un acto de fe nos permite dormir en paz con la tesis, el trabajo de grado, la novela recién terminada o las únicas fotos de la abuelita ya fallecida, a miles de kilómetros de nosotros, en una ubicación desconocida. Este acto de fe se hace más evidente cuando esos documentos vitales se almacenan en servicios por los que no pagamos ni un centavo.

En adelante, conscientes de ello, debemos acostumbrarnos a que mucha de nuestra información vital no reposa ni siquiera en un disco duro doméstico, sino que debemos agregar la incertidumbre de no tener idea de en qué punto de la tierra se encuentra almacenada físicamente (si es que el término tiene cabida) nuestra data. Muy probablemente la única conclusión indiscutible para un gran número de personas es que la vida actual sin internet sería muy difícil de llevar, al menos haciendo las cosas que se hacen en la actualidad.

Ahora bien, ¿Por qué no la literatura?

Hay gente que se empeña en que la literatura, y las artes en general, carguen con el triste sino de pertenecer a ese género de actividades humanas marcadas por un romanticismo insólito, ubicadas en un sitio al que no le llega el polvo, la pobreza de la vida ni el cochino dinero. Sólo eso explicaría la actitud de algunas personas (incluso, lo que se constituye en un hecho más grave, de algunos intelectuales) cuando pretenden sustraer a la literatura del tiempo que a ellos les tocó vivir, para mantenerla en una edad de la historia grabada en sepia.

Es, por ejemplo, el caso de José Saramago. No queda claro si fue por oportunismo o por cursilería, pero lo cierto es que, consultado acerca de ese gastado tema sobre si el libro impreso sería suplantado por el e-book, cerró filas en torno a una causa perdida y lanzó aquella ahora famosa frase de: "Yo no podría llorar sobre un disco duro". Luego de esta tajante afirmación, valdría la pena preguntarse si una sonata de Bethoveen pierde algo de su belleza porque se escuche en un Ipod, o una foto deja de ser artística porque se registre con una cámara digital. No son pocos los cineastas que están recurriendo a la estrategia de "filmar" sus películas en video, para luego pasar la edición final al formato de cine, por un pragmático asunto de costos. Es el caso de Secuestro Express, por ejemplo, que se grabó totalmente en formato digital y se pasó a formato de cine luego de haber quedado satisfechos con la edición final, ahorrándose metros y metros de una cinta sumamente costosa. El cine, ellos lo saben muy bien, es el contenido, no el material. Así como saben que uno de los pecados del artista, del escritor, es volverse reaccionario, porque si no ha alcanzado la época en la que vive, ¿cómo podría interpretarla? ¿Cómo podría convertirse en la vanguardia del pensamiento de su época? Porque una cosa es dificultad de adaptarse a nuevos medios (cosa, por demás, comprensible) y otra cosa muy distinta es el desdén y el rechazo a los formatos que formarán parte, cada vez con mayor presencia, de la realidad cotidiana.

Por otra parte, si somos capaces de confiar documentos importantes a aparatos para los cuales estos documentos no son más que data que se mantiene en un líquido amniótico de dígitos sujetos electromagnéticamente a dispositivos que requieren de corriente eléctrica para ser leídos, ¿Por qué tanto prurito para que la literatura goce de los beneficios que ofrecen los actuales medios para difundirse con mayor eficiencia? Si tanto se habla de lo deshumanizado de estos tiempos, ¿Por qué no ponerle un poco de humanidad a los contenidos que circulan en la red, a fin de aprovechar su inmensa estructura?

Podría jurar que he leído pésimos libros impresos sobre genuina e inequívoca celulosa; lo que me lleva a concluir, una vez más, que la literatura no es el medio, y que tanto fanatismo purista sólo está logrando que aquella pierda una valiosa oportunidad para llegarle a nuevos lectores. Lectores que hay que irlos a buscar precisamente frente a los monitores de cientos de miles de computadoras regadas por el mundo. Y en momentos en que los códigos comunicacionales en boga (las mangas japonesas, la cultura de los mensajes de texto y del chat, las nuevas estéticas de los videoclips) demuestran su cabal capacidad para adaptarse al momento de la historia que les toca vivir.

Programas de radio y entrevistas que se bajan como podcasts, RSS que envían el último capítulo de una novela, recitales poéticos que se filman y se suben a youtube, haikus y microcuentos que se envían a través de mensajes SMS, constituyen sólo algunas pocas entre las infinitas posibilidades de aprovechamiento de los soportes y los medios actuales para transmitir, registrar y compartir ideas que susciten emociones. Que a fin de cuentas, es eso lo que aspira la literatura; en una remota época lo hacía en papiros, luego en papel, y ahora también grabada en medios digitales como libros electrónicos, ipods y teléfonos celulares con video. ¿Qué nos deparará el futuro respecto a ese tema? Vale decir, a manera de estribillo, que la capacidad de adaptación marcará la diferencia entre lo que sobrevive y lo que se anquilosa. Es la única certeza de la que disponemos.

De hecho, el término literatura digital, que usamos con frecuencia, ya contribuye a generar confusión en el asunto, ya que el mismo es esquivo e impreciso. El término sugiere algo así como el soporte en que fue escrito el guión de la película Matrix, o las obras de algunos connotados autores de ciencia ficción, así hayan escrito hace ya unas cuantas décadas. El término, hay que dejarlo claro, es inexacto. No existe literatura digital; existe literatura a secas. El soporte es el digital, y eso con el tiempo será transparente a efectos de los lectores. Porque en ese caso, ¿cómo decirle a la literatura impresa en tinta sobre papel? ¿Literatura impresa?

La literatura que se vale de internet y de los medios digitales para difundirse están allí. Con sus ventajas y, por supuesto, sus desventajas. Y están allí desde hace algunas años, con experiencias realmente enriquecedoras, respetadas y consultadas (legitimadas) por lectores e investigadores. Rompiendo el estigma de la legendaria brevedad que acompaña a muchos proyectos editoriales literarios (el sindrome del número único). Rozando (o pasándola de largo) la década, están Letralia y Ficción Breve Venezolana, en nuestro país; Ciudad Seva y el proyecto Sherezade, en otros países de la región, por nombrar sólo agunos. E incluso, se dan casos interesantes de revistas de sólido prestigio en el mundo del papel, que no pudieron obviar el formato digital, como les ocurrió a las emblemáticas Letras Libres y The New Yorker, por mencionar dos sólidos colosos en el mundo del papel.

Vale acotar que, alcanzar este punto en el que las revistas en formato digital adquieran respetabilidad, y las revistas impresas abrieran sus sucursales digitales, supuso un interesante cambio de paradigmas en la evolución de la cultura de las comunicaciones. Supuso que estos editores pioneros comenzaran a ganarse el respeto de los lectores. Un respeto labrado en base a la seriedad y la mística con la que ejercieron su oficio. De hecho, esos pioneros que comenzaron a producir contenidos para la red fueron responsables de crear un nuevo tipo de lector: el lector de hipervínculos. Un lector que aprendió a digerir nuevos códigos y formas más complejas de recibir la información que, durante muchísimo tiempo, conservó un mismo formato y una misma y única forma de leer: la lectura lineal.
En adelante, la aventura de leer supuso adentrarse en novedosas abstracciones. Supuso arborizarse en la medida en que se leía. Cada palabra podía sugerir nuevas acepciones, nuevos temas. No lo sabíamos, pero nos acercábamos a algo más natural, más parecido a nuestras conversaciones cotidianas: cada palabra usada iba adquiriendo potenciales nuevos matices, nuevos significados. Cada nuevo dato aportado sugería nuevos caminos. En adelante, sería el lector el que decidiría cuánto significado le agregaría a cada lectura, qué tanta carga tendría cada palabra. Y la lectura dejaría de ser lineal para ser un espacio tridimensional, como el pensamiento mismo.

Otra de las indudables deudas que tiene la sociedad con estos nuevos soportes, y esto quizá es lo más relevante desde el punto de vista cultural, lo constituye el hecho de que los ciudadanos han podido prescindir de los grandes intermediarios para producir (y recibir) información, comunicarse entre sí y desarrollarse en comunidades arborizadas y ubicuas (como aquella famosa esfera cuyo centro estaba en todas partes y cuya circunferencia en ninguna).
En adelante, gracias a ese revolucionario invento que democratizó la generación de contenidos, llamado blogs, cualquier persona que dispusiese de una comexión a la red y de una computadora, podía convertirse en un generador de contenido, en un medio de difusión de ideas y en una fuente de noticias. No conforme con ello, la visibilidad adquirida y la capacidad de convertirse en interlocutor de sus lectores, le daría un mayor conocimiento de las percepciones comunes de la realidad circundante, que a los viejos editores del mundo del papel, que no reciben el feed back de sus contenidos con la misma velocidad que aquellos.

Los blogs son, sin duda alguna, el soporte más democrático que se haya inventado hasta el momento. Con la facilidad con la que se crea una cuenta de correo, el blog permite la instantánea creación de un periódico para cada quién, y al alcance de todos. Un caso digno de estudi, que demuestra con claridad el alcance del fenómeno, lo constituye el blog Generación Y, de la bloguera cubana Yoani Sánchez. Escrito desde adentro, con un tono que más que de oposición frontal es de desencanto, Sánchez escribe sus comentarios sobre la realidad circundante en la isla, con un brillante sentido del humor y una concisa claridad, lo que le ha valido, no sólo el haber obtenido el Premio Ortega y Gasset 2008 de Periodismo digital, sino que, previo a eso, haberse convertido en un titán periodístico con cerca de millón y medio de visitas dirante el mes de marzo de este año, y post que alcanzan los cientos de comentarios, a favor y en contra de la psoción de la autora. ¿Podrán muchos medios con muchos más recursos jactarse de esas cifras? Y todo esto, apenas con una conexión a internet y una computadora (radicales favor abstenerse de sospechar la mano de la CIA en este asunto).

Y así como ese caso, existen muchos otros interesantes proyectos que, con mucha creatividad y una muy personal visión de la vida, nos llevan a mareavillosas interpretaciones de la vida cotidiana. Está el caso del archifamoso blog venezolano Archivos abandonados, cuyo éxito de lectores se deb a una fórmula sencilla, pero sumamente original: el autor visita cybercafés y copia las fotos que la gente deja abandonadas para luego, con un humor cáustico e irreverente, las publica acompañados de comentarios que van desde frases lapidarias hasta interpretaciones del contenido de las fotos. "Fotografías y otros archivos encontrados en computadoras de los cybercafés que visito. Abandonados por desconocidos imprudentes o conscientemente impúdicos. ¿Es esto legal? ¿Es esto moral? Lo dudo. Pero es divertido", es el explicación que, a manera de presentación, coloca el bloguero en el encabezado de su visitado blog. El comentario más común entre los que visitan el blog por primera vez es: ¿Por qué no se me ocurrió a mí?

Blogs colectivos: las nuevas revistas literarias

Ante las innegables facilidades que ofrece el blog, entre las que se pueden destacar que no se requiere saber de programación para manejar una poderosa herramienta con base de datos, o que no se debe saber de diseño gráfico para acceder y modificar las decenas de plantillas de las que se dispone, el mundo literario se ha lanzado a fundar las revistas literarias de estos tiempos. En Venezuela, diversas experiencias colectivas (aún jóvenes) se han asentado en la red, con ese propósito. Ejemplos de ellos son los colectivos El apéndice de Pablo (cada número es un blog distinto), la Revista El Salmón y Los Hermanos Chang. A ellos, suerte y constancia.
Esos entusiastas editores nacientes de seguro desconocen el largo camino que se ha andado para llegar hasta sus sitios. Desde aquellos diskettes con el número de turno que distribuían por correo ordinario los pioneros de la revista Axxon, el notable desarrollo que han adquirido esos medios no puede (y, de hecho, no lo está siendo) desaprovechado por las nuevas geenraciones, para crear contenido literario en los soportes en que sus congéneres están leyendo, usando las herramientas que permiten difundir las ideas de estos tiempos. Ya el tiempo se encargará de descubrir qué queda de todo esto. Pero está ahí, y a despecho de las afirmaciones de algunos, en el mundo de hoy se está escribiendo y leyendo mucho. Ya eso es una ganancia.



Héctor Torres. La literatura en soportes digitales, o cómo llorar sobre un disco duro [En línea] Fecha de publicación: 28/04/09
http://www.elportalvoz.com/index.php?option=com_content&view=article&id=396:la-literatura-en-soportes-digitales-o-como-llorar-sobre-un-disco-duro&catid=12:de-profundis&Itemid=105
[Fecha de consulta: 20/06/09]

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